Vivía en silencio. No pronunciaba una palabra si no era estrictamente necesario. Cuidaba cada sonido que perturbase el silencio, pues no conocía nada mas bello y puro. Y era feliz.
No era un tipo popular, más bien al contrario. Vivía sólo, y sus pocos conocidos, más que un amigo, le consideraban un loco. Nunca tuvo una pareja, pues el mero hecho de pensar en vivir cerca de otra persona le horrorizaba. Nunca fue a un psicólogo, pues hablar por hablar no era su fuerte. No le iba demasiado bien, en mi opinión. Y era feliz.
Aún recuerdo aquella tarde, frente al fuego, en que casualmente coincidimos. No fue menos parco de lo habitual en decirme qué pasaba: «Me muero», me dijo.
«Y no he dejado de pensar un solo día si me equivoqué, y adoré lo equivocado. Si pasé por alto a la gente en mi incansable búsqueda de la vida. Si dejé atrás oportunidades únicas por vivir otro instante de paz en mi corazón. Y cada vez que lo pienso, creo que he hecho lo correcto. He vivido conforme a lo que me ha hecho sentirme yo, sentirme vivo en cada instante. He vivido libre de gente que robe mi pureza. Y al mirar atrás, y ver mi vida, veo la vida que querría vivir otros sesenta y tantos años».
Puede que esa haya sido su intervención más larga hasta la fecha. Después, solo hubo silencio. Pero no un silencio incomodo, desagradable o ausente. Era cálido, reconfortante y pleno. Colocó su mano sobre mi hombro, esbozó una sonrisa, y se fue. Se fue dejándome saber que, en ese momento, yo había sido su único amigo. El único que le regalo en el tiempo que compartieron lo que él más valoraba: el respetuoso silencio.
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